L102 Cumplimiento al pie de la letra

L102 CUMPLIMIENTO AL PIE DE LA LETRA

(Editado por Berthing León V. de Las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma.

En Coral Springs, Florida, USA el 28 de octubre de 2018


Paiva. Lancero de la Batalla de Socabaya

El Capitán Paiva era un indígena cuzqueño, de gigantesca estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura en el campo de batalla, por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su meollo (inteligencia). Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo entendía AL PIE DE LA LETRA.

Paiva era gran amigote del padre de Ricardo Palma (el autor de la obra literaria denominada Las Tradiciones Peruanas), y éste le contó que, cuando Ricardito estaba en la edad del destete (dejar de mamar), el capitán Paiva, desempeñó con él en ocasiones el cargo de niñera. Paiva era hombre muy bueno, pero tener fama de “hombre bueno” suele ser una desdicha cuando se dice de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen que ese Fulano es un posma (persona lenta y pesada), que no sirve para algunas “cosas de Dios”. 

Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es tan buena, que no puede ser mejor; pero no sirve para la consagración en la misa».

A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán Paiva, era un verdadero centauro con la lanza en ristre. Valía él sólo por un escuadrón.

En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a otras muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas, el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo, a pesar de quererlo y estimarlo en mucho, sus generales se resistían a elevarlo a la categoría de Jefe.

Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles y Paiva era el capitán eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos (insignia consistente en barras paralelas para indicar la jerarquía militar).

¿Pero por qué no ascendía Paiva? ….. Por bruto, y por serlo se había conquistado una reputación piramidal. Vamos a comprobarlo refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria conservamos.

Era en 1835 el General Felipe Santiago Salaverry, Jefe Supremo de la Nación Peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva.

Cuando Salaverry ascendió a teniente, Paiva era ya Capitán. Hablábanse de tú a tú, y una vez que Salaverry fue elevado al mando de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.

Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o de una cobardía.

Una tarde Salaverry llamó a Paiva y le dijo:

- Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano, ve y me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí, allana su casa. Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

- La orden quedó cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejé tan llana como la palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No queda ni una pared en pie.

 Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra; la dejó llana.

Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:

- ¡Pedazo de bruto!

Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista (de rapar, cortar al rás) a cuya navaja fiaba su barba el general.

Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y el mismo año que don Felipe Santiago Salaverry. Juntos habían mataperreado (hacer travesuras y "maldades") en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.

Cuculí era un tunante completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, carretear los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las quejas al Presidente, y éste unas veces enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.

- Mira, canalla - le dijo un día don Felipe Santiago - de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia.

El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y a mí qué me cuenta usted?», sufría el castigo, y rebelde a toda enmienda volvía a las andadas.

Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a Paiva, le ordenó:

- Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y fusílalo entre dos luces.

Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:

- Ya está cumplida la orden.

- ¡Bien! -contestó lacónicamente el jefe supremo.

- ¡Pobre muchacho! – continuó Paiva.- Lo fusilé en medio de dos faroles.

Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero... ¿venirle con metaforitas a Paiva?

Salaverry, que no se había propuesto sino atemorizar a su asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó la espalda para disimular una lágrima, murmurando otra vez:

- ¡Pedazo de bruto!

Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.

Pocos días antes de la batalla de Socabaya (en Arequipa), hallábase un batallón del ejército de Salaverry acantonado en Chacllapampa (Challapampa, a 1 kilómetro de Antiquilla, el barrio de Bert) una compañía de fusileros bolivianos, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia del terreno; y con sus disparos de fusil provocaba a los salaverrinos aunque sin ocasionar daño. El general llegó con su escolta a Chacllapampa, descubrió con auxilio del anteojo catalejo una división enemiga a diez cuadras de los guerrilleros; y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campamento, resolvió dejar que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el caso en que el enemigo, acortando distancia, se resolviera a formalizar combate.

- Dame unos cuantos lanceros – le dijo el capitán Paiva- y te ofrezco traerte un boliviano en la grupa de mi caballo.

- No es preciso - le contestó don Felipe.

- Pues, hombre, van a creer esos cangrejos (los bolivianos) que nos han metido el resuello y que les tenemos miedo.

Y sobre este tema siguió Paiva majadeando, y majadereó tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:

- Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.

Paiva escogió diez lanceros de la escolta; cargó reciamente sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería; la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el capitán sobre su costado derecho, cogió del cuello a un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.

Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros salaverrinos habían muerto en esa heroica embestida y los restantes volvieron heridos.

Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:

- Manda tocar diana. ¡Viva el Perú!

Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.

Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar»; y decir esto a quien todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo a muerte.

Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadáver, murmuró conmovido:

- ¡Valiente bruto!


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