177 Alejandro viajando por Perú


177  ALEJANDRO VIAJANDO POR PERÚ
Escrito por Berthing León, Lechería, 19.09.2019
Mi buen amigo y compañero de trabajo Alejandro y yo nos encontrábamos una noche apacible “campaneando” nuestros vasos de Escocés con hielo en uno de los agradables brindis que periódicamente se realizaban en el Club Náutico, Planta Pertigalete, empresa cementera Vencemos en Anzoátegui, cuando “sin querer queriendo” mi compañero me pregunta así de sopetón:
-       Y qué me puedes contar de la “blanca ciudad de Arequipa”?
Como la pregunta-comentario expresada por Alejandro me pareció extraordinaria, tanto por el ámbito donde nos encontrábamos como por el adjetivo aplicado a Arequipa, mi ciudad de nacimiento, que en realidad es así como le llaman los propios y extraños, tanto que merece explicar brevemente la razón de este nombre para decir que: esta hermosa ciudad peruana está construida casi totalmente en sillar, una blanca piedra volcánica.
Era la segunda oportunidad en el primer año de mi estadía en Venezuela que la expresión de Arequipa Ciudad Blanca escuchaba de labio de un venezolano, la primera fue en boca del Gerente General de la Planta de Pertigalete, Ing. Armando Ayala, cuando me comentó que había estado presente en mi tierra en el año 1.960 con motivo de presenciar la entrega del primer despacho de cemento Vencemos adquirido por Perú para reconstruir Arequipa que había quedado destruida por los terremotos del 58 y 60.
Explicado esto diré que volteé a mirar a mi barbudo interlocutor para preguntarle
-       Dónde has escuchado ese nombre mi estimado Alejandro?
-       Conozco tu tierra, AREQUIPEÑO, estuve viajando por algunos de los pueblos de la hermosa tierra peruana buscando los dos íconos de la historia americana: Junín y Ayacucho. Ahhhhh, y viajaba en autobús.
Yo cuadré los ojos, porque a pesar de ser peruano, yo no conocía muchos pueblos ni tampoco los que iba mencionando como parte del trayecto y de su “aventura hippie” juvenil, propia del universitario recién graduado que convence a la noviecita para que lo acompañe a “recorrer mundo con una mochila” donde cabía todo lo que un joven pudiera necesitar para transitar por esos “caminos de Dios”: Pasaporte, Cédula de Identidad (DNI), dolarillos, traveller checks, chaqueta, guantes, pasamontaña, cobija, guantes, dos mudas de ropa, pastillas para el soroche, aspirinas, mantequilla de cacao, Vick Vaporub, limón, libreta de apuntes o bitácora de viaje, yyyyyy. YAaaaaaá. No llevaban más porque en la mochilita no había más espacio y lo que les aliviaba el peso de ese cargamento era la ilusión del viaje y las ganas de conocer otras tierras, otros climas, otras comidas, otras culturas.
Me contó que había visitado La Oroya viajando por el tren más alto del mundo en ese lugar conocido como Ticlio y que había pasado por el Puente de Infiernillo que es un monumento a la ingeniería empleada en su construcción.
De la Oroya se trasladó a Junín y desde allí a Ayacucho, utilizando cualquier transporte que consiguieran disponible, llámese autobús, microbús, buseta, camioneta y hasta camión. Particularmente me impresionó cuando me dijo que en una oportunidad no conseguían pasaje para viajar y en la oficina del transporte les dijeron que en el autobusito había disponible un asiento para una sola persona. El tal autobusito se trataba de un camioncito que había sido acondicionado mediante una estructura de madera. El autobusito era de estructura clásica, es decir, hasta tenía la batería metida dentro de un cajón colocado al lado izquierdo del chofer, entre el asiento y la pared lateral. La pareja de hippies “fueron en comisión” a hablar con el chofer y lo convencieron para permitir que Diana “viaje de copiloto” sentada sobre la caja de la batería. Yo solté una carcajada solo de imaginarme esa escena.
Me contó que, en otra oportunidad consiguieron asientos juntos pero cuando trataron de sentarse Alejandro no sabía cómo hacer para acomodarse porque el espacio con el espaldar del asiento de adelante era tan pequeño que no cabían las rodillas por más que trataba de doblarlas. Los “hippies” se miraron a los ojos, pasearon la vista por lo reducido del autobusito; buscaban una solución y nada. Alejandro volvió a pasear su vista y construyó (en su cabeza) una solución: Con su mano tocó el antebrazo del pasajero del asiento ubicado al otro lado del pasillo y le dijo:
-       Por favor amigo, quiero pedirte que cambiemos de puesto, vente a mi lugar y yo iré al tuyo, (y reiteró) podrás hacerme ese favor? 
El paisano peruano lo miró y entre preocupado y confundido dijo que estaba bien y aceptó. Y diciendo y haciendo, cambiaron de asientos y el paisano vino a sentarse al lado de Diana; y Alejandro fue al asiento del otro lado del pasillo.
Paso seguido, para evitar “seguir maltratándose las rodillas” o dicho más correctamente, Alejandro “trató de meter sus largas piernas entre su nuevo asiento y el espaldar delantero” y claro, TAMPOCO ENTRABAN porque le estorbaban las rodillas; entonces (pasó a la segunda fase de su plan) Alejandro miró a su nuevo compañero de asiento y le dijo:
-       Amigo, por favor, véndeme tu asiento.
El paisano peruano lleno de sorpresa frunció el ceño y miró a Alejandro sin pronunciar palabra tratando de descifrar esa propuesta. Alejandro volvió a insistir:
-       Te compro el asiento, cuánto quieres por él, porque las piernas mías no caben en este espacio.
El paisano peruano sin pronunciar palabra, de puro buena gente, se puso de pie y le ofreció el asiento a Alejandro y por supuesto, como te estarás imaginando, NO LE ACEPTÓ NI UN COBRE y con esto, desde el punto de vista personal, se ganó el reconocimiento y respeto eternos de este turista hippie que con su gesto enalteció nuestro gentilicio. 
Después de “sus mil y una noche”, Alejandro y Diana llegaron a Cuzco o Cusco (como prefieran) y en el hostal o residencia donde se alojaron les ofrecieron el tradicional “matecito de coca”, infusión que se hace con las hojas de la planta de coca para prevenir, mitigar y hasta eliminar los efectos del enrarecimiento del aire (menor contenido de oxígeno con respecto al nitrógeno) en lo que se llama Soroche, Mal de Altura o (para los venezolanos) Mal del Páramo.
Cuando “la casera” le estaba endulzando su tecito, les recomendó que “siempre llevaran sus hojitas de coca” y de ser posible “chaccharan una que otra hojita” (se las metieran a la boca para masticarlas permanentemente) que así tendrían siempre fuerzas para caminar y evitarían el cansancio, el hambre y la sed.
A las primeras horas del día siguiente, la parejita salió en la búsqueda del mercado principal para abastecerse de las recomendadas hojas de coca; no tuvieron que caminar mucho y cuando menos se lo pensaron estaban en medio de mucha gente, en su mayoría “paisanos” de poncho, chullo y ojotas (calzado artesanal hecho con suela de origen animal) que expendían sus productos vegetales y artesanales en improvisadas mesas y hasta en el piso.
Preguntaron por las hojas de coca y vieron un sinnúmero de expendedores que tenían extendida su mercancía sobre mantas, acumuladas en pequeños montoncitos hechos por la cantidad de hojas que podía agarrar la expendedora o el expendedor al cerrar la mano sobre el montón principal.
Alejandro pidió que le vendieran coca por el valor de un Sol (moneda de Perú); el vendedor le preguntó (en su lenguaje un tanto difícil de entender) que dónde se lo iba a llevar, si es que tenía una bolsa. Como nuestro turista no tenía nada apropiado entonces vio la oportunidad de comprar una artesanía. El vendedor le señaló un puesto para comprar una “istalla” (aguayo, bolso pequeño de tejido multicolor) que consistía en una bolsita con tapa, (cual si se tratara de un portadocumentos, reales y cheques), tejida con lana de diversos colores y con una correa del mismo material que servía para colgarla del cuello.
La cantidad de hojas de coca que le dieron por un Sol apenas si entró en la istalla y la parejita se retiró con su valiosa compra. AQUÍ SOLTÉ LA CARCAJADA, al imaginarme la escena, de estos “refinados” turistas hippies cargando su “Ración de hojas de coca” pero que jamás antes se habían metido en la boca ni una hojita de este arbusto y que sin embargo, muy orondos ellos, cargaban su provisión.
COSAS VEREDES SANCHO, YO NO ESTUVE ALLÍ.

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